“POÉTICA PARA UN JARDÍN FUTURO”. del escritor Juan José Ceba
Artículo del escritor Juan José Ceba, publicado en su sección «Los papeles de Iris» de La Voz de Almería
En los últimos tiempos, en abierta batalla para liberar la Hoya, he visto muchas veces utilizados los términos “poética” y “estética” como voces negativas, lastradas y hasta infectas, que había que erradicar en las reivindicaciones de ese espacio excepcional, a pocos metros del centro, donde la ciudad se vuelve de espaldas y se niega al disfrute de sus lugares únicos. Y sin embargo, estoy convencido que todos, de una u otra forma, en este debate de la prótesis blindada, debatimos al final sobre estéticas distintas, posturas enfrentadas sobre el modo de entender y sentir un lugar, donde los años guardan la sucesión del recuerdo de la medina.
Se dolía Valente -que entró “más adentro en la espesura”- de nuestra urbe: “Almería está perdiendo la memoria de si misma”. Y fue el poeta que más indagó en la luz, quien con más hondura descubrió el espíritu del Cabo y de la Almería antigua, con la que conversaba en intimidad, desde su azotea, sitio privilegiado para la contemplación del vuelo de las bandadas de palomas. Con el arder de la palabra, desde su radicalidad de llama, fue Valente quien nos enseñó a mirar en la profundidad y en la hermosura aún por descifrar de sus espacios. De la misma manera que, su amiga María Zambrano, desveló el ser de Segovia, la ciudad de su temprana floración. Ni Almería, ni las extensiones del Cabo de Gata, fueron ya las mismas, pues una palabra poética única y extrema nos las había revelado: “he encontrado un reino que no hubiera merecido conquistar y de ahí que por él haya sido conquistado”.
Cuando el sábado acudimos a encontrarnos con las torres heridas, el deleite de la luz en la Hoya era de una belleza regalada, la hierba estaba exaltada por el golpe de sol, las chumberas cubrían las laderas de la Alcazaba, como una población en deseo de ascender a los adarves. Quienes por primera vez acudían a su ámbito de enigmas, se sentían conmovidos y abrazados por torres y por muros. Algunos me confiaban la ebriedad que recibían. Miradas y entregas en el espacio abarcador, como un descubrimiento. La luz estaba retenida, cercada y acrecentada en sus espejos. Poesía y señal de la emoción sin límite. Y luego el empujón y la ruptura desacorde de torres falseadas, quebrándole al día su equilibrio. Una estética que desafinaba largamente con la poética heredada por los siglos.
¿Cómo es posible –me decían, en la doble vulneración del impacto bellísimo y el estupor ante los óxidos añadidos- que se pueda romper de tal manera semejante prodigio? Y luego se quejaban, con voces agrupadas, que el más hermoso espacio de la ciudad, a dos pasos del centro, de la Plaza Vieja, hubiera permanecido vedado al deleite de la ciudadanía. Sobre la ciudad antigua ya había dicho Valente: “es un lugar privilegiado por la negligencia total”. ¿Qué medina es esta tan rara, tan extraña, tan despegada de su propio ser, tan descabezada de memoria, que lleva siglos ignorando su lugar de más intensa fascinación? Ah, si, desean ahora hacer crecer un parque. Quién sabe si, con el ritmo lentísimo y negador de la urbe, terminen los buenos deseos, arrinconados en el estante de la desmemoria.
Si se esperaba ese jardín futuro, ¿a qué viene esta estética de la provisionalidad y de la distorsión? Para el poeta, el jardín es “el lugar donde se consuma la reunificación del hombre y las cosas, de la naturaleza y la cultura”, “la pérdida de esa unidad original es la pérdida del jardín o paraíso”.
¿Para qué la poética, en un asunto de implantes herrumbrosos? Porque es la llamarada del poema la que hace entender lo no entendible, la que va a lo más hondo, la que mantiene fresca la memoria en trance de desaparición. De nuevo el pensamiento de Valente: “La poesía recuerda lo que los pueblos, las naciones y los dioses no recuerdan”. La Hoya es un espacio insólito y armónico, con aspiraciones de jardín, que pide un diálogo de amor con su poética de siglos, donde las torres, murallas, cimas, hondonadas, vegetación futura y restos del pasado que se alumbren, puedan unificarse (sin rupturas) como las palabras en el interior del poema. Cambiar dos vocablos traería el derrumbe de los versos. La Hoya tiene una estética propia que exige manos de música acordada.